martes, 20 de enero de 2009

Viajar es perder las gafas

Quando salí de Astracán, a la orilla del mar Caspio, en el mundo sonaba la hora en que la afición aplaudía enfervorecida a los hirsutos tenores napolitanos que attacavano La Danza y Marechiare en rutilantes de tan horterones escenarios; Francia atorraba ya, Italia era el modelo, las burguesas aprendían a cocer espaguetis, innobles pelambreras farináceas, mientras sus hijas soñaban con byronesque idilios que con suerte quedaban en sórdidos intercambios con gondoleros piojosos venuti de Molise, pero en todo hay poesía

me decía yo

y acabé en Parma

donde la cartuja

fears to tread

Allí aprendí lo que llaman la lengua de Petrarca, pero a mí nunca me ha gustado così chiamarla,

porque si hay algo que odio

es el tópico

y el tópico era el truco con el que los parmesanos todos

se me acercaban

creyéndose el solo parmesano

que se me acercaba

Y una vez más tuve que irme

Catada la Francia –que no es como la describen– un rossignol me señaló el camino de los Pirineos. Crucé por Portbou. Perdí las gafas. Pregunté por el espíritu del pueblo, porque de verdad no sabía nada. Me dieron un garrotazo. “No escarmientes nunca”, recordé el consejo, y pedí un libro en el que pudiera conocer la poesía del país. Cantes flamencos, se llama el que me dieron, recopilación de don Antonio Machado y Álvarez, a la sazón padre del drogadicto y del maltratador. Y aunque no entiendo un cazzo, aquí estoy leyendo

Si me s’ajuma er pescao
y desenbaino er cuchiyo
con quarenta puñalás
s’arremata el asuntiyo

Me quedo.

No he de nunca volver, pero llevaré siempre en el cuor un pedacito de Rusia: ¿no conocen acaso el verso de mi hermano de padre

somos muertos de permiso?

2 comentarios:

Tricotilomanía dijo...

Bien bebida La Forforina!

Anónimo dijo...

¡Vengo a su salud!