El Maestro salmodiaba en un tablero lejano: «Hablemos de dialéctica viviente, o alquimia del espíritu, como se llamaba hace 8 siglos: una fuerza que se opone a otra fuerza actúa sobre la contradicción del enemigo. Enroque Ud. Consolídese / conózcase a sí mismo / no ju8egue ningún rol se a Ud. Todas las piezas del tablero / sienta la amputación de un miembro cuando cae un peón. Un Yo compacto, un Yo visible, si no se revierte sobre la propia Historia es un poder desperdiciado, una pura metáfora hedonista. Observe Ud. La armonía de la Defensa India del Rey».
Rodolfo Hinostroza
Gambito de Rey
Lo trascendental de un tablero de ajedrez es el agujero negro que teje sobre el mundo, la brecha que abre sobre esta litosfera de voluntades graníticas y verdes prados. El desarrollo de las 64 casillas, al contrario de lo que se piensa, no tiene lugar en un plano horizontal, sino en una verticalidad de la inteligencia, en un tubo de luz que atraviesa en perpendicular el campo de batalla, que emerge del núcleo terrestre y se pierde en el denso imaginario de las estrellas. Una partida de ajedrez es siempre un juego paralelo, un combate en el doble fondo de una maleta que cruza incesantemente sórdidas aduanas. Con el primer movimiento de blancas el universo se constriñe, se arruga, se pliega y resquebraja bajo el tablero, y a partir de ahí, todo desplazamiento es tectónico, magmático, el jugador desplaza océanos, modela orogenias, traslada espesos bosques de coníferas un, dos y a un lado. No hay forma de describir ser demiurgo de todos los cuerpos, ni estrategia más vital que gobernar en la lucha un hemisferio entero. Ser el Señor de las rocas, de los peces y las aves, liderar todas las presencias.
Abrir nuestro cuaderno de poemas, tendría que ser como desplegar un pequeño tablero magnético: abrir el escenario más cruel y despiadado sobre una mesita de conglomerado en el Starbucks, intuir la trascendencia del negro sobre blanco de Malévich en cualquier asiento de cualquier autocar. Jugarte la vida en cualquier palabra, como te juegas la existencia con cualquier peón. Y a partir de aquí, todo son sofismas, axiomas, preguntas, lemas, apotegmas, sentencias, ideas, formas: Lo único que verdaderamente aporta la experiencia tanto al ajedrez como a la poesía es la obsesión personal por el juego. Las blancas siempre mueven primero, eso no es una norma, es elegancia. ¿Escribes para matar al rey de tu oponente o escribes para proteger al tuyo? Saber mover no es saber jugar, pero saber jugar implica saber mover (esto sería innecesario de explicitar si no existiese la corriente actual de semejar el complejo juego al sistema simple del ocio, cuyo paradigma más erróneo es el de viajar sin saber viajar). Sólo hay tres resultados: ganar, perder y tablas. Ninguno de esos tres estadios concuerda necesariamente con su semántica, pues en la pérdida hay mucha ganancia y viceversa, igual que en el empate algunos han encontrado su gran derrota. No hay posibilidad de zafarse, cuando uno juega o escribe, lo primero que apuesta es su propio cuerpo. El corazón bulboso y visceral comprende el tiempo, el espacio y la impaciencia de la osadía. El corazón filamentoso y rígido gusta de la geometría, la canalización y la placentera sensación de hacer de lo sólido un líquido donde poder deslizar la mirada incisiva. En toda liza hay tres momentos decisivos: inicio, desarrollo y final. En cualquiera de estos tres momentos puede suceder lo inesperado, pues tanto el juego como la literatura, gustan de marcar normas de los que ellos mismos se desentienden[1]. Amar profundamente es necesario para ser buen jugador, también lo es odiar por todos los poros de tu piel.
El ajedrez no es un simple juego de contrarios. Todo se resuelve en circuito cerrado. Tu visión sobre el tablero es única, es excepcional, y cualquier otro punto de vista altera la partida. Eso es lo que hace de los contrincantes una realidad suprema, eso es lo que hace del poema una verdad extrema. Negro blanco y blanco negro, no saber jugar, es gris.
[1] «Cuando se apagaron las luces, las piezas seguían sobre el tablero. El peón que había dado a Fischer el cetro mundial se hallaba en T4. El resto fue puro anticlímax» Steiner, G. Campos de fuerza, Fischer y Spasski en Reykjavik, 1973 Madrid, La Fábrica, 2004, 111-113
3 comentarios:
a) este año parece que será el año del obituario (al ser bisiesto)
b) esperemos que Gamoneda no haya dicho nada malo sobre Bobby F.
c) Dichosa paradoja que se lancen a escribir gracias a esto. Es una felicidad verles tan fértiles, después de los meses pasados y una desgracia que sea por motivos tan tristes.
Está mal escribir una y otra vez que amo a Raúl del Sebo. Realmente no aporta demasiado. Pero hay algo en no escribirlo que duele, que parece engañar a alguien. Y creo que eso es suficiente.
Olé! (como dijo la niña de siete años en telecinco -creo- cuando le dijeron que el puente que los sostenía a todos en ese momento y que ella cruzaba a diario para ir al cole tenía, por lo menos, setecientos años).
Olé y olé.
jajajajajja
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